Mi primera opinión sobre Joe Biden fue que la debilidad que le podía dificultar obtener la nominación demócrata terminaría por ayudarle a ganar la presidencia.
En un momento en que el Partido Demócrata daba un bandazo hacia la izquierda, su centrismo pragmático podía ser ventajoso porque los trabajadores del llamado Cinturón de Óxido y las mamás de Starbucks de los estados péndulo lo encontrarían poco amenazante.
Su incapacidad para entusiasmar a una multitud tampoco era necesariamente una desventaja.
Después de todo, muchos estadounidenses anhelaban una presidencia que pudieran tener de fondo: como una relajante música de jazz después de la música heavy metal sin parar de los años de Trump.
La cordialidad de Biden era la clave; su sonrisa, casi su filosofía. En un panorama político a menudo impulsado por el partidismo negativo -odio al oponente más que fervor por el nominado de tu propio partido- Biden sería difícil de convertir en una figura odiosa.
Ciertamente, no era ni de lejos tan polarizante como Hillary Clinton, cuyos puntos negativos ayudaron a Trump a sacar adelante su inesperada victoria en 2016.
Mal comienzo
Entonces fui a Iowa y New Hampshire y me sorprendió ver que el hombre de 77 años apenas podía seguir la sintonía.
Los discursos eran soliloquios inconexos, un recuerdo de su carrera en el Senado aquí, un nombre de su época de vicepresidente allá. Dando vueltas y disperso, su tren de pensamiento descarrilaba de los rieles con regularidad.
Las anécdotas no parecían tener un sentido político, y hablaba en vagas generalidades sobre su intención de salvar el alma de Estados Unidos, sin explicar con exactitud lo que realmente significaba.
Todavía podía exhibir su sonrisa de alto voltaje, pero aparecía ante nosotros como una presencia sólo ambiental, que se esforzaba por iluminar una habitación.
En mis 30 años de cobertura de la política estadounidense, Biden era el favorito más deslucido que había visto, peor incluso que Jeb Bush en 2016. El exgobernador de Florida podía por lo menos completar una frase convincente, aunque nadie aplaudiera al llegar al final.
La recuperación
Después del cuarto puesto de Biden en los caucus de Iowa y el quinto lugar en New Hampshire, muchos de nosotros pensamos que había llegado el momento de ponerse sus características gafas de sol de aviador y desaparecer volando hacia el atardecer.
En lugar de eso, por supuesto, se dirigió a Carolina del Sur, donde el respaldo del influyente congresista demócrata negro Jim Clyburn y el apoyo de los afroestadounidenses hicieron posible un retorno al estilo de Lázaro.
Rivales moderados como Pete Buttigieg y Amy Klobuchar abandonaron la carrera, uniéndose en torno al candidato del establishment al que se le veían más posibilidades de ahuyentar el insurgente desafío de Bernie Sanders.
Ante la alarmante perspectiva de tener como nominado a un socialista, rompieron el vidrio para las emergencias con la esperanza de que el amistoso Joe pudiera apagar el fuego.
Días después, tras la cascada de victorias en el supermartes, algunos tertulianos se maravillaron ante el triunfo de Biden en estados en los que ni siquiera hizo campaña.
Pero bien puede ser que ocurriera lo contrario. Biden quizá se desempeñó bien en algunos lugares precisamente por su ausencia.
La lección de Iowa y New Hampshire, después de todo, era que cuanto más le veían los electores, menos probabilidad había de que le votaran. Su invisible candidatura de cara al supermartes le ayudó a asegurarse la nominación.
El efecto del coronavirus
Así, el confinamiento por la pandemia de covid-19 ha supuesto una bendición para su candidatura
Los meses que ha pasado encerrado en el sótano de su residencia de Delaware le han aportado una útil capa de la invisibilidad.
El distanciamiento social incluso ha ayudado a neutralizar un tema que en el pasado puso en peligro su campaña: el ser "inapropiadamente táctil" con las mujeres, un sobón.
Lo que es más importante, la pandemia ha rebajado la tensión de la batalla ideológica en el seno del Partido Demócrata. Biden ha alcanzado un acuerdo de unidad con Bernie Sanders sin tener que hacer demasiadas concesiones a la izquierda: un pacto que no termina de prometer cobertura de salud universal y un Nuevo Acuerdo Verde, y que evita por completo temas polarizantes como la abolición de ICE (el servicio de Inmigración y Aduanas de EE.UU.) o la despenalización de los cruces fronterizos no autorizados.
Sin duda, Biden perderá parte del apoyo de los progresistas, especialmente entre los jóvenes, pero su campaña calcula que esto se compensará atrayendo el respaldo de los mayores y los jubilados, muchos de los cuales fueron partidarios de una sola vez de Trump.
Los mayores no solo votan más que personas de otras edades, sino que conforman el grupo demográfico más vulnerable a la covid-19.
Tras el problemático inicio de su candidatura, parece como si el coronavirus le hubiera dado a Biden una versión de "anticuerpos políticos" que le da protección ante sus propias dolencias previas.
El poder de la empatía
Su discurso personal también encuentra un eco en estos tiempos de tristeza. Justo después de ganar la elección al Senado en 1972, Biden sufrió el trauma de perder a su primera esposa, Neilia, y su hija de 13 meses, Naomi, en un accidente de auto.
Años después, en 2015, vio cómo su hijo Beau, que había sobrevivido a aquel accidente, moría a causa de una rara forma de cáncer cerebral.
Biden es empático por naturaleza. Esto le pone en el mismo plano emocional que las más de 150.000 familias que han sufrido una pérdida recientemente por el coronavirus.
Hasta el momento, la estrategia del búnker de Biden ha probado ser resistente a las bombas contra búnkeres de la campaña de Trump: las acusaciones de senilidad, el señalamiento de que se ha convertido en una marioneta de la izquierda radical o la alegación falsa de que quitarle financiamiento a la policía formaba parte de su acercamiento a Bernie Sanders.
En lugar de eso, el foco se ha puesto en la presidencia de Donald Trump en vías de implosión.
Estar en el cargo normalmente otorga ventajas. Desde 1980, solo un presidente en ejercicio, George HW Bush, ha sido incapaz de ganar la reelección. Incluso durante el período posterior a la guerra, de 1945 a 1980, cuando solo un presidente, Dwight D. Eisenhower, completó con éxito dos legislaturas, los votantes solo echaron a dos presidentes en el cargo: Gerald Ford y Jimmy Carter.
Donald Trump, sin embargo, ha anulado los beneficios de estar en el poder por su mal manejo de la pandemia.
La importancia de la economía
La habitual regla de oro es que estar en el poder sumado a una economía fuerte es casi una garantía de reelección. En 1992, Bush padre fue principalmente víctima de una economía en recesión que no pudo recuperarse antes del día de las elecciones.
La covid-19 ha diezmado la economía, causando el shock económico más grave desde la Gran Depresión. Los votantes que apuntaban a sus florecientes planes de jubilación para racionalizar su apoyo a un presidente cuyo comportamiento a menudo les parecía de mal gusto están comparando propuestas. Muchos, según sugieren los sondeos, ya le han abandonado.
Incluso algunos de sus supuestos fieles, votantes blancos sin estudios universitarios que conforman su base, lo están abandonando. Previamente este año, Trump contaba con una ventaja de 31 puntos en este grupo demográfico, pero recientemente ha caído en 10 puntos.
Los sondeos indican que un número inesperadamente alto de votantes blancos desaprueba el manejo del presidente de las protestas raciales tras la muerte de Georg Floyd. No responden a la postura dura de Trump de ley y orden, que tomó prestada de la victoriosa campaña presidencial de Richard Nixon en 1968 tras un largo verano de turbulencia racial. Quizá Trump no pudo apreciar una diferencia fundamental entre ahora y entonces: en 1968, Nixon no era presidente.
A menudo se enmarcan las votaciones como una elección entre la continuidad o el cambio. Un gancho de Biden es que les ofrece a los votantes una versión de ambas opciones.
A los ocho de cada 10 estadounidenses que, según las encuestas, creen que el país va en la dirección equivocada, Biden les promete un cambio de rumbo.
En ese sentido se puede presentar como un candidato de cambio.
Pero al prometer servir como un presidente convencional, retomando las normas de comportamiento por las que se han regido republicanos y demócratas durante décadas, también representa una continuación. La reparación de una cadena en la que Trump se convirtió en el eslabón perdido.
A causa de las profecías erradas de 2016, los comentaristas son lógicamente reacios a hacer predicciones y anticipar la derrota de un presidente con una desventaja de dos dígitos en la mayoría de las encuestas nacionales y en algunos sondeos de estados clave también.
Pero la precaución es un buen consejo.
A medida que Biden se aventure con más frecuencia fuera de su refugio del sótano, se verá sometido a un mayor escrutinio. Los periodistas que cubren la campaña pronto se cansarán de reescribir el mismo discurso de "Trump está en problemas" y fácilmente podrán intentar inyectar más drama y valor periodístico a la carrera agarrándose a cualquier resbalón o titubeo de Biden.
Están además los caprichos del Colegio Electoral, que significa que Trump puede ganar un segundo mandato, aunque pierda el voto popular, como sucedió en 2016. Tampoco podemos descartar la posibilidad de una disputada elección que se dirima en los tribunales.
Ciertamente, sería un disparate desestimar a Trump, que ha salido indemne de más choques que ningún otro presidente. Pero en los últimos cuatro años, se ha acumulado el tejido cicatrizado y la pandemia le ha dejado con heridas auto infligidas.
Además, incluso algunos de los partidarios que pusieron la fe en él se están cansando de sus trucos de escapismo: los alardes, las tergiversaciones de la verdad y los insultos. Esto se ha convertido en una "elección covid".
Ahora son las debilidades del presidente las que están hacienda que Joe Biden parezca tan fuerte.
Fuente: www.bbc.com/